Elena Marqués.- Nunca he sido
envidiosa, y no voy a caer en tan infame pecado ya pasados los cincuenta; pero
quién no ambiciona entregarse a varias artes y destacar en todas ellas.
Lo de Florencio
Luque es algo insólito. Hombre polifacético (aunque su humildad no lo hace
prodigarse como otros menos tocados por las musas), nos regala esta vez un
conjunto de aforismos sobre el flamenco, que él conoce bien como tocaor autodidacta, adornados con
algunas hermosas ilustraciones que completan su visión del mundo. Porque, como
buen filósofo, Luque examina e interpreta todo lo que mira, todo lo que hace, y
el resultado en esta ocasión es una nueva arquitectura de palabras con la
profundidad del quejío y la brevedad
de un aleteo de sombras.
Dividido en
cinco secciones, dedicada cada una de ellas a un aspecto de la vivencia total
que es el flamenco («Boca», «Manos», «Pies», «Público» y «Crítica»), y tras ese
juego verbal (habrá muchos a lo largo del libro) que es en sí el título, se
suceden cien fogonazos de pensamiento en los que no falta el sentimiento propio
de un arte legendario que es pura búsqueda y expresión interior («Se canta para
encontrarse y no reconocerse»; «Si sabes oír, ahondas en tu abismo»), pero
también, como señala Manuel Ángel Vázquez Medel en el prólogo, extensa
comunicación con el otro.
De ahí que
muchas de esas paremias recuerden a las voces que nos preceden («Entonar es
reconocerse en un laberinto de ecos»), esa amalgama invisible de acordes y
trémolos que basan su infinitud y trascendencia en el instante de aire en el
que perviven («A compás cualquier milagro es posible»), mientras otras apuntan
al carácter único de un arte en el que la técnica no lo es todo («Cuando se
baila académicamente se es contorsionista»), en el que el duende, otro término
inapresable, juega un papel decisivo. Y en el que el silencio recupera su
significado y su plenitud.
Yo, que he ido
aprendiendo del aforismo a base de leerlos y degustarlos ‒el único modo, creo
yo, más allá de lo que la teoría literaria pueda ofrecernos, de disfrutar de
ellos‒, me sorprendo una vez más con la brillantez de las metáforas y la hondura
de las contraposiciones («En la sobriedad de la seguiriya florece la ebriedad
del desgarro», «En la jaula de la guitarra los pájaros siempre están fuera»)
que convocan una significación mucho más amplia de lo que la mera sucesión de
fonemas parece contener. Será porque, como recuerda Luque, «Todo sentido
polisémico es limitado, pero el cante lo hace infinito».
En Melismínimas encontramos aforismos de
gran belleza plástica («El dolor que se canta transmuta la piedra en fuente»),
de dolorosa y acertada profundidad («Punta
y tacón percuten sobre la nada que somos»); oraciones que nos acercan a la
hondura del flamenco, a su peculiaridad musical («El ritmo existe, el compás se
inventa»). Hay aforismos que glosan dichos conocidos («En el flamenco hay que
saber beber, oír y callar»), que tiran del bendito recurso del humor («Quien
canta bonito, acaba atún»), que tratan de describir ese compendio de música,
danza y magia con sobrias fórmulas copulativas («El flamenco es confesión y
desgarro, no alarde pregonero»). Que apuntan al carácter colectivo y ancestral
en el que el individuo, para convertirse en eco y tradición, debe diluirse
(«Profundo olvido del yo quiere el duende»); a la trabajada sencillez como
principio y como origen («Sobriedad flamenca: menos virtuosismo y más indigencia»;
«La radicalidad de la experiencia flamenca abomina de cualquier retórica»), a
la autenticidad y verdad que el flamenco comporta («El mercado devora a sus
hijos», «En el cauce de la sangre se confunden las palabras»). Y, también, a su
misterio («Negra claridad del cante, honda llama de misterio»), pues, como en
otras ocasiones, el autor se revuelve en la dificultad de expresar lo
inexpresable, y por ello termina con el aforismo número 100, una nueva glosa,
en este caso de Wittgenstein, que se rinde a la evidencia. «De lo que no se puede hablar, se gime».
Eso es el flamenco.
Como veis, mayor
sencillez y tino no puede haber en este libro mínimo de aforismos, quizás los
más breves que le he leído a Luque, quien parece haber encontrado en la
concisión su fórmula expresiva. Será porque, como en el flamenco al que canta y
ama, sabe hacia dónde dirigirse, y en ese terreno sobran las palabras y los
circunloquios. Será porque reconoce la importancia del silencio, de lo pequeño, tanto en la vida como en el arte, que a veces resultan una
misma cosa.
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