Francisco Ferrero: El aforismo ya no es lo que era

 



Hoy, el aforismo ya no es lo que era. Al aforismo le ha llegado su (a)hora. Ya no se desempeña subrepticiamente desde la mismidad escurridiza de elusivos caminos. El problema es que la escritura dispersa está dejando de ser un problema y la cuestión es si esto pudiera desembocar en algo problemático para una presunta naturaleza original del aforismo. A esta forma de escritura (y de pensamiento) le ha llegado el momento de ser considerada a partir de una cierta relevancia adquirida y esto conduce a que sea abordada desde un estatuto de plena actualidad en el ámbito de la producción escrita. Pero, ¿qué es lo que era el aforismo?


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Tradicionalmente, desde una concepción más o menos aproximada, existe un cierto consenso generalizado consistente en que al aforismo le acompaña no sólo denotativamente su carácter sucinto y sentencioso, sino una implícita naturaleza marginal (marginada, e incluso durante muchos períodos, automarginada) que hoy en día ya se presenta como sugestivo lugar común tanto para sus autores como para sus lectores. Lo que es novedad es que tales categorías le han encaramado hasta una inusitada popularidad y determinado prestigio (nunca falto de crítica), que han provocado que estas mismas características, otrora motivo de desatención, ahora, precisamente por permanecer conservadas a lo largo del tiempo, gocen de reconocimiento en gran cantidad de círculos tanto humanísticos como literarios, y se le esté prestando tanto detallada atención a su estudio como consideración a sus logros y producciones. Y estas políticas del estatus es lo que, quizá, puedan terminar acabando con él tal y como hasta ahora se le ha entendido.


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La voluntad de sistema que no hace demasiado pugnaba por arrinconarlo en lo anecdótico, parece ahora querer fagocitarlo. Al aforismo le ha alcanzado la escuela, la historiografía, y cómo no, los especialistas; en otro tiempo sus cazadores, hoy aspiran a presentarse como sus taxidermistas. Se concitan a su alrededor un gran número de publicaciones, con escritores reverencialmente dedicados a su cultivo preferente, premios y grupos literarios de difusión. Goza de cierto reconocimiento académico, posee una delimitación literaria y puede realizársele cierto rastreo con resultados fehacientes de su más o menos constante despliegue  policefálico en la historia. Y pese a todo ello, mantiene, aún, su carácter elusivo, refractario a toda definición doctrinal, lo que le permite conservar su esencial condición problemática para con sus potenciales análisis, lo cual, a la vez, es aquello que lo hace –lo que siempre le ha hecho– fértil para su expansión.


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Ya en nuestro tiempo puede emplearse el término “aforista” con la misma legitimidad categorial con la que, por ejemplo, se nombra al poeta, cineasta o dramaturgo. Esto quiere decir que se da cierta asunción cultural en relación a lo que supone dedicarse a determinada expresión manifestada en términos estilísticos asociados a formas dispersas de elaboración literaria (sentencia, epigrama, máxima…).


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El aforismo, de etimología griega (aphorizen) alusiva a un ejercicio de separación o definición, se revuelve cuando se pretende una definición o seccionamiento con intenciones epistemológicas sobre su figura. Toda definición o acotación de cualquier índole está destinada al fracaso porque supone desgajar un fragmento de algo no solo indefinible sino algo que en lo indefinible ha hecho su nido y que, contrariamente a una acostumbrada convención que últimamente se emplea para definirlo, no posee una naturaleza fronteriza sino interseccional, arraigada en su aleatoriedad conceptual y polimorfía discursiva.


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El ejercicio de separación o definición, que puede entenderse también como discriminación, es una de las funciones principales de la inteligencia, una de las formas ancestrales de organización de los hallazgos producto de la observación y su derivado proceso intelectivo. Los albores del aforismo y de los métodos iniciales de la razón son semejantes.


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En última instancia, el fragmento continente, per se, no requiere de una definición doctrinal, más bien, en todo caso, de una intensa vocación de perpetuo escudriñamiento, y, de no ser así, estará más cerca de diluirse en fórmulas impersonales ambiguas y genéricas en nuestra contemporánea cultura de consumo, a causa de excesivo sobreuso e intercambio semántico, convirtiéndose en pasto de mensajes coyunturales de autoayuda, aleccionamiento moral de celebridades y spots publicitarios que contribuyan a un rápido embalsamado dentro la dura costra de irrelevancia que terminará flotando a la deriva en océanos de información datificada.


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El mantenimiento de su original rebeldía, que sólo nos es dada a esbozar a ráfagas, tal y como nos va llegando proyectada desde los rincones de su historia, garantiza que esta forma de escritura pueda seguir creciendo emancipada (y a partir de ahora, en la obligación de emanciparse de su creciente popularidad) ad infinitum como el testimonio íntegro de los flujos de conciencia transcultural humana.


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Tendrá que pensarse bien si lo que se quiere es que el aforismo adquiera una categoría institucional tal y como lo son otros géneros con arraigo en un canon dogmático. Como institución pierde sus estigmas, y su institucionalización implica que va a cargarse de convenciones. Esto quiere decir que cuando se hable de aforismo va a hablarse consuetudinariamente de todo lo que se predica cuando se alude a un género literario y también que, en función de sus delimitaciones, se descarte aquello que en el aforismo no tiene por qué descartarse, como, por ejemplo, su hibridez.


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La morfología de la escritura a retazos representa algo muy parecido a cómo se percibe subjetivamente la manifestación del pensamiento en su estado natural, sin concatenaciones argumentativas artificiales, es esto precisamente el fragmento: el retrato filosófico lírico de la manifestación íntima súbita del proceso del pensamiento. Magister dixit, Unamuno: “No se piensa más que en aforismos”. El esbozo, en esencia, ilustra, en un nivel gnoseológico, la unidad primera que testimonia la naturaleza humana fluctuante, incierta, que vacila inevitable entre perplejidad y desvarío frente a los envites de la realidad, testimonio de la vida como proyecto que se hace en el “hacerse”. Si la práctica de un género literario exige el esfuerzo de encajar el proceso intelectivo dentro de los moldes de cánones predeterminados en función de una tradición estética, el fragmento aforístico surge, espontáneo, como material virgen fruto de la simbiosis entre impresiones, sensaciones, apercepciones, productos de psique y mnemosine, todo ello garabateado por el trazo de una fórmula gramatical mínima con plena disposición y licencia expresivas.


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Siempre parece existir en la intención sistemática una cierta tentación perversa de ordenar en su totalidad la vida. La obsesión de nuestro tiempo es la de clasificar y archivar. Toda renuencia a la definición enclaustrada se torna sospechosa, es decir, desechable. Entendamos, que, desde este logos homogeneizante, toda aproximación analítica al aforismo supone, cual infección bacteriana, una infiltración invasiva dentro de su organismo. El aforismo tiene que poder inmunizarse frente a estas prácticas, y sobrevivir a su actualidad (sobrevivir a su actualización documental y dogmatista, como si de la actualización de un sistema operativo se tratase) y circunstancias, la cuales exigen delimitaciones acerca de lo que ha sido, lo que está siendo y aquello en lo que puede ser dado devenir. Si no supera estas tentaciones clasificatorias con su naturaleza impredecible intacta, lo que hasta hoy se ha ido enriqueciendo en las letras acerca de esta forma de escritura corre el riesgo de fenecer con lentitud y muy escasa dignidad.


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El fragmento no es lo opuesto a una totalidad, sino que es un aspecto que la refleja como una integralidad. La cognición es incapaz –hasta ahora siempre lo ha sido– de asir metodológicamente un pleno sentido de completud, a no ser que sea mediado por las proposiciones circunscriptas a una ilusión racional. Y nos preguntamos: ¿no es la ilusión una fracción generada a partir de la realidad –desconocida, oscura– al no poder ser aprehendida la realidad misma? El fragmento aforístico no es una parte del todo sino que es la segmentación subjetiva de una parcialidad total o la totalidad parcializada, el rastro de un murmullo, que es la forma en cómo podemos percibir lo circundante, cuya integración en el concepto de totalidad con el que sueña el afán de sistema, solo puede, en efecto, ilusionarse con que algún día pueda ser engarzado –y ser percibido– como conjunto.


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Como importante diferencia con respecto a su(s) pasado(s) y antepasados, el estatuto del aforismo actual no sólo le fuerza a confrontarse consigo mismo, con la circulación connotativa de su imagen proyectada en esferas de relativa dimensión pública (ya no es tan marginal como una vez llegó a concebirse), sino además con su circunstancia debido a la autoconciencia que de sí mismo puede arrojar una paulatina institucionalización de un presumible ethos literario y lo que es posible que pueda venir después, esto es, que esta escritura comience a autorretratarse, a replicar una instancia congelada de sí mismo. No existe mayor sabotaje interno que la imitación recombinante de sí mismo como profecía autocumplida de la identidad.


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Apuntar estos posibles riesgos puede servir como mensaje a los creadores: quizá la cosecha ha concluido y haya llegado el momento de la poda. Hay que seguir creando más aforismos, ejerciendo a la inversa el jalonar de la rienda que tira del caballo para adocenar su rumbo, tirando de él para reconducirlo constantemente a la exigencia libertaria de sus senderos salvajes antes que urbanicen (y peor, terminen gentrificando) para siempre sus territorios.







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